Todos asociamos el bocadillo de calamares a Madrid. El idilio entre este delicioso emparedado y la capital de España se mantiene inquebrantable a lo largo de los años. Pero ¿cómo puede ser que un producto marítimo sea tradicional de una ciudad de interior? Aunque la respuesta no está clara, hay varias circunstancias que lo explican.
Motivada por las restricciones que la Iglesia Católica imponía en la Cuaresma al consumo de carne, la demanda de pescado en la capital siempre ha sido muy elevada. Tanto es así que desde el siglo XVIII hasta hoy, las rutas de transporte del pescado no han parado de mejorarse y optimizarse. Por ello, pese a ser una ciudad muy de interior, Madrid siempre ha contado con buen pescado. En la actualidad, por ejemplo, la ciudad posee el segundo mercado de pescado más grande del mundo, Mercamadrid. Solo por detrás de Tsukiji en Tokyo.
A mediados del siglo XIX, Madrid comenzó a recibir emigrantes de diferentes regiones de España y, especialmente, de Andalucía. Con ellos, más allá del flamenco, también llegaron otras tradiciones como la forma de cocinar el pescado mediante frituras y rebozados. Rápidamente, esta técnica de cocinado obtuvo una gran aceptación entre las clases populares de Madrid porque aportaba un extra de calorías, muy necesarias en época de escasez.
Prácticamente en esa misma época, las casas nobles se llenaron de cocineras procedentes de Galicia, Cantabria, Asturias o País Vasco. Sin embargo, cuando el trabajo en el servicio doméstico comenzó a escasear, estas tuvieron que reciclarse y se convirtieron en las fundadoras de las primeras tascas y casas de comidas de Madrid. Y si algo sabían estas nuevas hosteleras procedentes del Norte, era sacar provecho a los productos más baratos y con menos merma como el calamar.
Fruto de todas estas circunstancias, ya en el siglo pasado muchos bares y restaurantes de Madrid incluían el bocadillo de calamares en su cartas. Uno de los más emblemáticos era el del bar El Brillante, establecimiento hostelero que abrió su primera sucursal en Chamberí en el año 1953. Gracias a que su bocata de calamares era rico, rápido y barato, enseguida se convirtió en el favorito de los clientes más jóvenes. Visto el éxito, prácticamente todos los bares de la ciudad le siguieron la estela hasta convertir la propuesta en todo un símbolo de la gastronomía madrileña.
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